Cid campeador

gomez-mont.JPGCon la designación de Fernando Gómez Mont como secretario de Gobernación, esperamos que ya por fin el presidente Calderón dé por terminada su larga y penosa jornada de duelo, durante la cual ha llenado de elogios la trayectoria y el carácter de Juan Camilo Mouriño, hasta elevarlo a icono del panismo y de la patria, así como en una especie de Cid Campeador que «seguirá ganando batallas después de muerto».

Es evidente el alto grado de confianza que había depositado Calderón en Mouriño y la lealtad con la que este último trabajó desde su posición en la Secretaría de Gobernación. Sin duda sufrió ataques gratuitos y otros bastante fundamentados. Podemos creer que tuvo algunos logros en sus tareas, por supuesto, pero de ahí a convertirlo en prócer de la patria hay mucho trecho.

Del otro lado, están las voces que, convirtiéndose en abogados de los automovilistas y peatones que murieron por el avionazo, se lamentan de que no tuvieran un funeral de Estado como el de Mouriño y sus colaboradores. ¿A cuénta de qué y para qué? El de ellos sí fue, desde donde quieran verlo, un lamentable accidente, aun en el caso que se llegara a demostrar que hubo un atentado contra el avión donde viajaban Mouriño y Vasconcelos. Estuvieron en el lugar y la hora equivocados. Y ahora lo que procede es que se les pague una justa indemnización por su pérdida, que a final de cuentas nunca podrá ser reparada. Estas víctimas estaban fuera de la esfera pública del poder, no eran personajes «destacados» en ninguna disciplina; eran, como muchos de nosotros, personas normales, que trabajan en el día a día; algunos quizá héroes anónimos, ejemplo familiar, entrañables amigos. Personas que, como la mayoría de nosotros, sólo aspiran a tener en su funeral a sus seres queridos.

Los llaman «víctimas inocentes», cuando en realidad todos, los que iban sobre el avión y los que estaban en tierra, deben ser considerados «inocentes», a menos de que se compruebe que todos los que estaban en la aeronave eran kamikazes.

En todo caso, si hubiera sido un atentado, tampoco podría entonces culparse a los ocupantes del avión. Y si hubiera culpabilidad en el piloto, nadie podría decir que lo hizo con la intención de afectar a la gente en tierra.

Así, vemos los excesos de uno y otro lado. Entendemos los exabruptos causados por el dolor de la pérdida, pero el presidente debe actuar con mayor serenidad y abandonar su papel de apesadumbrado deudo.

Perla Oropeza

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