De memoria: Entre cuates y políticos

Por Carlos Ferreyra Carrasco, periodista.

Hoy que reparto de culpas y premios está por todas las páginas cibernéticas, y que aquel que no sabe usa su imaginación y opina, se me vino a la memoria Arturo Durazo, “El Negro”, el célebre jefe de policía del Distrito Federal que apenas llegó a ponerse el uniforme se decretó “general de División” lo que la voz popular cambió por “general de diversión”.
En esta afición nacional por conformar personalidades a base de rumores o creencias sobresale este personaje, compañero de aventuras y desventuras de José López Portillo y de Luis Echeverría.

A Durazo lo conocí cuando envié una grabadora alemana de alta tecnología a La Habana. Los noticiarios cubanos tenían un desfase horrible entre imagen y sonido, por uso de modestas grabadoras niponas. Se solucionó con mi obsequio a Santiago Álvarez, director del ICAIC que a cambio me mandó una máquina japonesa.
En tiempo idos los periodistas teníamos autorización para llegar a las pistas del aeropuerto y las salas de llegada y salida. Al arribo de mi compañero chileno Sergio Pineda, entré a la sala de arribo donde le pedí mi aparato para evitarle bronca con aduanas.
Salí por detrás donde fui alcanzado por dos enormes y bien nutridos jóvenes que me detuvieron para investigar qué me habían entregado. Fuimos a la oficina de la policía Federal y llamaron al ilustre Negro Durazo quien echó a andar el artefacto.
Los pelos se me pusieron de punta cuando escuché con el debido tono caribeño, el arribo de un navío estadunidense a determinada zona del Pacífico y luego describía maniobras alrededor, inclusive el descenso de un paracaídas con aparatos que no describía.
Durazo dictaminó que se trataba de un concurso de paracaidistas y me echó a la calle. Lo fui a ver cuando robaron de mi auto una cámara fotográfica. Me citó en su oficina y me mandó a revisar objetos recuperados. No encontré mi cámara y se lo informé. Me recomendó que escogiera la que me gustara y ésa era la mía.
Agradecí, pero no. Tiempo después pedí a su jefe de Prensa que me facilitara hacer un reportaje como mordelón. Me proporcionó uniforme y motocicleta. Intentaba demostrar que si un agente trata decentemente al manejador, éste aceptaría las multas sin problema.
Poco conocía –y conozco—a mis paisanos. Los violentos fueron los choferes, en mayoría sin licencia. El documento requería un examen que pocos pasaban. En el reportaje me amenazaron con pistola, con metralleta, me invitaron algunas damas, me charolearon con toda suerte de credenciales y me extendieron pase para consumir en un antro en avenida Chapultepec.
El trabajo se publicó, fue mención en el Premio Nacional de Periodismo. Pero en contra de mi opinión, tuve que publicarlo como una relativa defensa de los mordelones.
Tiempo después mi hijo fue detenido por una patrulla que lo vio joven y pensó que era mordible. El chamaco tenía sus documentos en orden, pero insistieron en detenerlo con dos compañeros de escuela. Me avisaron, pedí la intervención del inefable jefe de Prensa que en minutos me informó que los policías estaban detenidos.
Un día después me dijo que podía entregármelos amarrados por si quería desquitar con ellos mi coraje. Le pedí que amarraran a Durazo porque los uniformados salían a asaltar para cubrir cuotas, los famosos salpiques. No me amarraron al general de diversión y los policías salieron libres.
Otra ocasión acompañé a Ubaldo Díaz, reportero de Notimex en ese tiempo, porque a su cuñado lo habían detenido en La Merced con un arma en su camión. El hombre, pacífico, dormitaba mientras esperaba turno para entregar su mercancía, pero unos agentes civiles decidieron detenerlo.
Durazo llamó a su sicario predilecto, Pancho Sahagún Vaca, ordenó que dejara libre al cuñado del periodista. Tras algo que pretendió ser regaño y que el acusado no aceptó, reclamó y pidió la devolución de su arma. Con cierto disgusto, Durazo dijo, “¡Caray ni cuando se les hace un favor!” a lo que Ubaldo respondió que impedir un delito era su obligación. Salimos furiosos.
Luego de varios días a un reportero de El Universal, paisano y vecino de barrio en Morelia, le colocaron un petardo en su vejestorio VW en Tlaxcoaque. Lo repusieron con un vehículo casi nuevo, decomisado a no se supo quién. Por órdenes de Durazo, claro.
En su época se registraron los asesinatos del Río Tula, con la muerte de catorce suramericanos. Advertidos que no robaran casas particulares habitadas, los sureños se rieron de la simpleza de los policías mexicanos. Nuevamente advertidos, no hicieron caso y el resultado fue su desaparición.
Hábil para sus relaciones, el jefe de Policía obtuvo un doctorado Honoris Causa. Usando uniformados como albañiles, construyó una mansión en lo alto del Ajusco donde había una colección de autos antiguos y en Zihuatanejo hizo popular el Partenón con sus reproducciones de arte griego.
En un esbozo simple ése era Arturo Durazo. Al que nunca se reconoció que en su gestión la capital era tranquila, no había desbordamiento de crímenes y la delincuencia operaba en zonas específicas, pero no mataba ni usaba la violencia.

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 Fotos: Tomadas de Internet.

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