La UNAM es un enigma

 

Ramón Ojeda Mestre, pensador, activista de la cultura, comprometido con el medio ambiente, hombre de convicciones, valores, honestidad, pero sobre todo, amigo a toda madre.

Nada hay más difícil que hablar de la Universidad sin caer en la tentación de discurrir sobre uno mismo. ¿Cómo tomar distancia de algo tan entrañable y tan importante, si cada uno de los que pasamos por la UNAM es la Universidad? Se ha dicho quizá un millón de veces, pero la Universidad son sus alumnos, sus maestros, sus trabajadores, sus directivos, sus aulas e instalaciones, sus campos, sus buques, sus laboratorios, sus libros y sus discos, sus computadoras o sus motores.

Usted puede aducir que en todas las universidades es lo mismo… y yo le digo que no: cada universidad es única e irrepetible, imposible de calcarse o de clonarse y, desde luego, nadie estudia o da clases dos veces en la misma universidad, parafraseando a Heráclito o a Platón, en Crátilo de que nadie se baña dos veces en el mismo río; y es que nada hay más dinámico que una universidad, aunque este axioma ni yo lo creo, si pensamos, por ejemplo, en la ciudad misma que la alberga. Pero, de que la UNAM es un ente dinámico, perfectible, modificable y toma la forma de la sociedad que en cada etapa la contiene, eso es inobjetable. Es, así, continente y contenido de saber y de generación de ideas y de relaciones humanas.

La Universidad, la UNAM, sin embargo, es un misterio. Es fascinantemente enigmática. He tenido la fortuna de ser su estudiante, su empleado, su docente, su investigador, tal vez su alborotador en algún instante, su publicante o editor, su conferencista y, precisamente en el año que se formó la FUNAM (1993), recibí el certificado del señor Rector reconociéndome como el primer maestro definitivo por oposición en la materia de Derecho Ambiental, después de un largo concurso que duró casi tres años. Y ello obliga a decir que la UNAM es la institución a la que cada uno de nosotros y cada uno de los mexicanos le debemos gratitud y respeto, por muchas razones, pero fundamentalmente por todos los profesionales que ha forjado para servir a nuestro país y al mundo en un sinfín de campos del conocimiento y a su oferta cultural siempre abierta a todo público.

Qué le puedo decir. No nada más le vivo agradecido, sino que nada hizo más felices a mis padres, ya finados, que haber visto a sus hijos egresar titulados de sus recintos. Busco en mis escasas neuronas un buen sinónimo de gratitud y no lo encuentro, por lo que cabe decir que cada mujer u hombre que cruzó por sus aulas quedamos en deuda con esta casa del intelecto y la creación. Es la UNAM la máxima expresión de la educación, la enseñanza y la cultura. Sin soberbia, sin petulancia o fatuidad; al contrario, siempre con humildad, pues ante ella todos nosotros, sus hijos, o beneficiarios, somos pequeños. Más aún, si no solamente nos forjó, sino lo hizo con largueza y prácticamente sin costo.

En nuestras épocas se “pagaba” de colegiatura el equivalente a 20 dólares por año y, aun así, se podía diferir. Hoy, nada más la FUNAM otorga becas a más de 60 mil alumnos de esta nobilísima universidad y ustedes, talentosa mujer y memorioso amigo, saben lo que ello significa en términos de movilidad social.

Pero las universidades, son, por encima de todo, sus maestros. A ellos les debemos el máximo de reconocimiento, de recuerdo y de veneración. No sólo a los que nos dieron clase directamente, sino a todos, de todas las Escuelas y Facultades, de todos los tiempos. Nos recibieron con paciencia, siendo nosotros casi salvajes provincianos o capitalinos y nos entregaron más o menos pulidos e informados. Cuán difícil para ellos lidiar con nosotros. Hoy me recuerdo casi cerril en el aula y también brinca la memoria de mis bárbaros compañeros y amigos. Grandes maestros todos. Seguramente unos mejores que otros en algunos aspectos, pero todos nos enseñaron no sólo los conocimientos o las maneras de afrontar los asuntos científicos o técnicos o estéticos, e incluso lúdicos, sino que nos transmitieron valores y personalidad.

La UNAM tiene una historia interesantísima e intensa, también digna de un gran libro de varios tomos y que podría ser convertida en película de altos vuelos. Desde que fue fundada en 1551, con el nombre de Real Universidad de México, y que se convirtió en “Real y Pontificia” a partir de 1595, mediante bula de Clemente VIII, hasta su tranco de la Reforma donde casi se contrae, o en su etapa porfirista y la fulgurante etapa de su autonomía desde 1929, y llegando a la actualidad, donde es inmejorable espejo del México posmoderno. Igualmente, su geografía es todo un engranaje estratégico, con escuelas y campus en muchos lugares del Valle de México y de la República entera. Incluso puede afirmarse que la UNAM anda por todo el mundo, en cada uno de sus becarios o maestros.

Tiene tantas aristas la UNAM, que nadie llega a conocerla en su totalidad o plenitud, ni siquiera físicamente: cada concierto de música, cada exposición o cada cátedra, cada juego deportivo u obra de teatro, es un secreto entre quienes estuvieron allí y la propia Universidad, sólo la UNAM sabe todos los amores, los inventos o las revoluciones que allí se forjaron, las genialidades, las técnicas y, por qué no, las frustraciones. Y, a no dudarlo, es en la UNAM donde también se cocina una parte esencial de nuestro futuro y sus caminos mejores, como individuos, nación, sociedad humana, fauna pasajera y a la vez diseñadora de este hermoso y frágil planeta. Con toda la capacidad de sus archivos, de sus bibliotecas o de sus computadoras, le es imposible registrar todo lo que en ella ha ocurrido. Cuántos secretos, en fin, no guardará. Así, la UNAM es infinita, inasible y, ojalá, inmortal.

*Premio Mundial de Medio Ambiente 2005 Elizabeth Haub, Bruselas, Bélgica.

*Ex secretario de la Corte Internacional de Arbitraje y Conciliación Ambiental.

*Fundador de la Academia Mexicana de Derecho Ambiental.

Artículo publicado con autorización del autor.

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