Nicolás Fuentes Díaz, literato potosino que gozaba romper reglas e incitar a la polémica

 

Alberto Carbot, periodista, director de la revista Gente Sur.

Café para Todos

Detesto escribir obituarios, y en muy pocas ocasiones, por razones estrictamente personales, he redactado algún panegírico. Sin embargo, honestamente, hoy debo decir que con la muerte de Pablo Nicolás Fuentes Díaz, ocurrida este miércoles, el mundo de las letras contemporáneas mexicanas, pierden a uno de sus significativos miembros, cuya breve, pero sustantiva obra, será mejor evaluada al paso de los años.

El poeta, periodista y narrador con rostro de niño travieso, poseía un don especial, una habilidad innata, que con gran maestría revelaba en cada trazo gramatical, cada frase, cada estrofa y cada verso.

Acérrimo iconoclasta, con insolente desenfado -que disimulaba mediante su pícara sonrisa-, gozaba romper las reglas y provocar e incitar a la polémica. No obstante, en sus alforjas mantenía a buen resguardo los proyectiles de su irreverencia y de su cáustico sentido del humor.

Sabiamente, el juglar potosino sabía preservar sus cotos y honraba a la mujer a quien consideraba la excelsa partícula de Dios e igualmente profesaba respeto por los muertos. Decía que bajo la luz sideral, siempre tienen la sombra de plata y las manos frías, porque vienen empujando sus sepulcros.

Casi desde que concluyó su carrera universitaria, Nicolás –Nico, como le llamábamos cariñosamente desde nuestros tiempos de estudiantes de periodismo en la escuela Carlos Septién García, a finales de los años 70-, optó principalmente por la narrativa y la poesía en la cual se refugió por más de 35 años, a la vera de su tarea como comunicador y promotor de la cultura. Fue miembro fundador de la Academia Literaria de la Ciudad de México.

Su labor más reciente fue como titular del Centro de Desarrollo Social Mixcoac de la delegación Benito Juárez.

En su currículum consta que el poeta, escritor, licenciado en periodismo, fotógrafo, catedrático universitario, brillante gastrónomo, melómano y sobre todo apasionado bohemio, nació en San Luis Potosí, el 28 de junio de 1955.

Su familia radicó la mayor parte de su vida en la capital potosina, aunque en la Ciudad de México habitaron un inmueble de la calle de López, en el Centro. Fue el segundo hijo de Nicolás Fuentes Jiménez, empleado del Hipódromo de las Américas –fallecido hace 20 años-, y de la maestra normalista Carlota Díaz, quien murió en 2016. El clan estuvo conformado por Martha, Juan Gilberto, Alma y América, la menor.

Mantuvo siempre un gran apego a su estado natal, a donde acudía con regularidad para visitar a sus hermanos y a sus familiares más cercanos. Entre ellos, a su tía materna Célica Díaz, casada con el famoso escultor Joaquín Arias Méndez, creador de la imagen de La Minerva, símbolo de Guadalajara,quien falleció en San Luis Potosí a punto de cumplir 100 años.

Le encantaba cocinar. Era un gran chef; su excelente sazón provocaba la envidia de comensales, familiares y amigos. Famosas eran sus paellas y cazuelas con todo tipo de guisos, especialmente cochinita pibil, moronga, picadillo, chicharrón en salsa, tinga, los camarones al mojo de ajo y callos a la madrileña.

Gran bebedor y melómano empedernido, gustaba particularmente de la música clásica, pero se embelesaba al escuchar los acordes de las trompetas y saxofones de la orquesta de Glen Miller, herencia musical de su padre, y las alegres notas de la Sonora Santanera.

Nicolás Fuentes formó parte de las antologías “Así hasta ocho” (UNAM-1985), “Escritofrenia” (UNAM-2006), “Narrativa en Miscelánea. Cuentos y relatos” (2007), “Esperar lo inesperado. Cuentos” (2008) “Poesía México-Quebec” edición bilingüe (2008) y “Vibraciones de voces de una década. Poesía, narrativa y ensayo” (2010).

Individualmente publicó “No hay hielos” (1988), “Sobre las espirales” (1998), “Cuentos húmedos y otras historias” (2006), y “Palomas” (2013), su último compendio, bajo el sello Sediento Ediciones.

Su trabajo mereció ser incluido en la revista canadiense “Estuaire”, de Québec, en el volumen “Antología de Poesía mexicana” (1989) y está contenido también en la publicación “35 Poetas mexicanos, encuentro en la pirámide” (2004), publicado en Madrid, España.

Desde nuestro paso inicial por la legendaria escuela de periodismo, que dirigía entonces Alejandro Avilés y luego relevó nuestro maestro de redacción y géneros periodísticos, Manuel Pérez Miranda, se conformó un compacto bloque de atrevidos y jóvenes bohemios, en el que Nico era uno de los principales elementos cohesionadores.

En él participaban –además de Lourdes Lulú Hoyos, su inseparable pareja-, Yoloxóchilt Casas Chousal, Alfonso Flores Arizmendi, Cuauhtémoc Suástegui Villanueva –muerto prematuramente en un accidente automovilístico antes de concluir la carrera-, Coty Rendón González, Salvador Estrella Trejo, Juan José González Rúa, Jacinto Hernández y Rogelio Calzada Rodríguez, autor de la canción “El buey de la barranca”, muy popular en los años 80.

Gerardo Tena Orozco y este columnista éramos considerados los preppys, los niños buenos y fresas de la camarilla de la calle de Basilio Badillo 43, no sólo por nuestra edad –teníamos dos o tres años menos que los líderes del bloque-, sino según ellos, por nuestra actitud conservadora, ante los supuestos excesos del grupo, que hoy serían considerados una nadería y forman parte del alegre anecdotario en nuestras reuniones.

Entra la mariposa muerta/ aletea da vueltas en círculos/ viene del reino de la noche/ dicen que anuncia la muerte

Con su color de ataúd/ te regala la fiebre/ la miras y con respirar te descubre/ tus venas se llenan de plata/ tu paladar te sabe a miedo/ es más fiel que tus ojos

Cuando sus alas pegan contra el techo/ es un trago de ron en ayunas/ el timbre del teléfono a media noche/ escuchas salir tu sudor, tiemblas/ se queda quieta y se burla

Con sus pretextos de mariposa/ se lleva a tus hijos/ te deja sin relevo/ un hijo sin padre/ es una casa sin techo

Una serpiente nos sirve de plomada/ para construir nuestro dolor/ cuando sentimos que se acerca/ una mariposa negra

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Lulú Hoyos y Nicolás se conocieron en 1972, en una fiesta del barrio en la colonia de los Doctores, a la que ambos acudieron sin sus respectivas parejas. Ella de 19 años -2 mayor que él-, era estudiante de contabilidad en la Universidad del Valle de México en la colonia San Rafael, y acababa de finalizar una relación con un antiguo pretendiente. Él estudiaba también en la misma escuela, pero aún cursaba la preparatoria y la chica por la que suspiraba no había llegado.

La situación les permitió conocerse y saber que además de asistir a la misma universidad, eran vecinos. Los edificios que habitaban en la calle de doctor Valenzuela, se hallaban uno frente al otro. “Yo vivía en el número 12,  en un inmueble de sólo 3 pisos, con locales comerciales en la planta baja, y él en un ancho edificio de 5 pisos con balcones al frente”, rememora ella.

Su relación con el periodismo le viene de familia. Su padre Héctor Hoyos de la Piedra, trabajaba en la sección de empaques del periódico Excélsior, al igual que dos de sus tíos.

“Al día siguiente, después de clases, comenzamos a frecuentarnos. Por alguna razón él tuvo que repetir el último año de prepa en otra escuela y después ingresó a estudiar periodismo a la Carlos Septién García. Lo que me conquistó fue su galantería y su gran conocimiento de las cosas.

“A pesar de la diferencia de edades, Nico tenía más experiencia que yo; digamos que yo era entonces una chica muy inocente, pero lo que más me gustó es que nunca trató de propasarse conmigo. Eso fue sensacional; poco a poco me fue conquistando, y hasta cuando estuvo muy seguro que yo no me negaría, me propuso finalmente hacer vida en pareja. Y yo, muy enamorada, lo acepté.

“Admiraba al hombre y al periodista inquieto, pero me atraía mucho más su sensibilidad y su forma de escribir. La poesía en él era algo muy nato; siempre tenía la frase correcta y transmitía lo que quería decir. En el cuento tenía mucha ironía; era muy bueno para la narrativa. Vivimos muy felices, pero como no estábamos formalmente casados, enfrentábamos mucha presión por parte de casi toda su familia cuando los visitábamos en San Luis.

“En 1979 me propuso entonces casarnos sólo por la Iglesia. Así nos dejan de molestar y nos vamos a vivir como queremos –me dijo él-. Luego nacieron nuestros hijos Nicolás Jonathan, hoy arqueólogo y Celina, veterinaria”, relata.

La boda se había planeado según los cánones que marca la liturgia católica. Nervioso, el novio debería esperar a su prometida al pie del altar. No obstante, fiel a sus rutinas grupales, Nicolás arribó al Basílica de San José y Nuestra Señora del Sagrado Corazón, de la calle de Ayuntamiento, en el Centro, casi hora y media más tarde.

Con paso inseguro y en medio de los acordes de la Sonata Claro de Luna de Beethoven, hizo su entrada hasta el sagrario, todavía con las evidentes secuelas de una aparatosa despedida de soltero, organizada la víspera, por los miembros más conspicuos de su cofradía universitaria, Alfonso Flores Arizmendi, a la cabeza.

El hecho -reseñado una y otra vez entre grandes risotadas y siempre aderezado de nuevos ingredientes-, ha formado parte del anecdotario en casi todos nuestros encuentros. Mientras el poeta Nicolás estuvo presente, el único comentario que no varió nunca, fue el “no tuvieron madre”.

Cuando Celina apenas tenía 3 años, surgió una crisis profunda y la pareja enfrentó una larguísima separación. Nico entonces conoció a Mónica, con quien contrajo matrimonio. Con ella se mantuvo varios años. Sin embargo, al paso del tiempo esta relación naufragó y buscó nuevamente el cobijo del primer amor. Fue en el 2006, cuando retomaron su relación de pareja y “6 años más tarde me propuso matrimonio, esta vez por el civil, aprovechando una boda colectiva en el Estado de México”, recuerda Lulú.

Como en los cuentos de hadas, casi vivieron felices, a no ser por una serie de molestias físicas, que por los excesos de casi 63 años, comenzaron a deteriorar la salud del príncipe de las letras potosinas, al que sólo doblegó un traicionero accidente cerebro vascular.

Nicolás Fuentes bien merece un reconocimiento público para que su nombre se ubique al lado de los periodistas y escritores contemporáneos que han dado lustre a San Luis Potosí, como  Francisco Martínez de la Vega, Jesús Blancornelas, Luis González de Alba, Margarito Cuéllar o Manuel Lara Hernández.

Habrá que notificar a sus lectores y amigos la mala nueva de que el poeta ya no está más con nosotros físicamente, y que sus cenizas – aunque se proclamaba ateo, pero siempre fue guadalupano-, serán esparcidas en Ojo Caliente, San Luis Potosí, al pie del altar de la escultura de la Virgen de Guadalupe, que en 1995 donó su tío, el escultor Joaquín Arias.

Su herencia es un reducto de viejos y nuevos recuerdos; de miles de líneas y textos que aún no han visto la luz. Él mismo reseñó -cuando descubrió su necesidad de expresarse por medio de la poesía, mientras participaba en un taller universitario dirigido por el poeta chiapaneco Juan Bañuelos-, que su verdadero amor era la palabra.

De acuerdo a uno de sus textos, su epitafio bien pudo ser éste:

“La mitad me lo gasté en vino y mujeres; la otra mitad, lo despilfarré”

GRANOS DE CAFÉ

…Ante la partida de Nicolás Fuentes Díaz, es comprensible el evidente dolor y pesar de los numerosos familiares y amigos que se congregaron en la capilla ardiente y el crematorio del Panteón de Dolores, entre ellos Gerardo Tena y Marisela Torres; Raúl Ávila; Imelda Rivera; Yoloxóchilt Casas e Ireri Vázquez; Salvador y Carmen Estrella; Juan José González Rúa; Norma Inés Rivera; Alfonso Flores Arizmendi; Efraín Bartolomé y su esposa Guadalupe Belmontes y Lucrecia Maldonado y Miguel Ángel Pérez Mátus. Hasta siempre, querido poeta…

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