En Boca del Cielo, con mi padre, atrapé hace muchos años el pez más grande del mundo

Por Alberto Carbot / Director de La Revista de México-Gentesur

Gilberto, mi padre, me enseñó a amar este lugar desde mis tempranos días, cuando de su mano experta y a su vera, recorrí maravillado sus playas todavía vírgenes, de agreste y rústico entorno.

Con él empecé a descubrir en los años sesenta los secretos de la pesca en el mar y fue a su lado cuando, sorprendido y temeroso, desde la playa, a spinning, frente a la cercana isleta de San Marcos, experimenté por vez primera la confortante sacudida de la caña, el violento tirón del hilo y el chasquido incesante del carrete al picar la presa.

Tenía apenas 5 años y, a mi modo, muy cerca de donde en la actualidad se ubica el embarcadero, comencé mi primera batalla con un pez e inicié radiante la cruzada que me ha marcado desde entonces.

Lejos estaba aún de conocer la mítica lucha de Santiago, el anciano recreado por Ernest Hemingway en El viejo y el mar, pero como él, sin saberlo entonces, también ambicionaba atrapar el pez más grande del mundo.

Quería sentirme un héroe, pasear a cuestas por todo el lugar ese gigantesco animal que todavía no tenía ante mí, a semejanza del pescador ilustrado en colores sepia en las etiquetas de las botellas de la célebre Emulsión de Scott, que desafiante llevaba a sus espaldas el descomunal bacalao.

Desde luego no sabía que Boca del Cielo, en el Pacífico, era principalmente el hogar de tiburones, meros, delfines, bonitos, dorados, lisas, bagres o robalos, pero no de los grandes bacalaos de los mares fríos.

Mi padre, satisfecho pero temeroso del ímpetu del pez que había picado, colocó sus grandes manos sobre las mías y como el maestro pescador que era entonces, comenzó a instruirme a toda prisa sobre el vaivén, el estira y afloja de la línea y la cadencia que un pescador novel debe imprimirle a la caña, a fin de cobrar exitosamente la presa.

Con su ayuda, al fin, luego de algunos minutos que se me hicieron eternos, tuvimos ante nosotros un indómito y aguerrido bagre, cuya talla era apenas mayor que mi antebrazo. Nada de que presumir ante el mundo, pero me marcó para siempre.

Desde entonces, como el hijo varón mayor, Gilberto procuró hacerme casi permanente invitado a sus temporadas de pesca, en compañía de mi abuelo Manuel y varios de sus amigos, entre ellos José Pepe Canales, mi tío Jorge Rincón, los médicos Exal y Simón Hayashi, Francisco Díaz Chacón (Paco Seco) y el ferretero Adolfo del Campo. Muchos de ellos poseían vehículos que dejaban encargados en Cabeza de Toro, Mojarras o alguna población aledaña y en pangas o lanchas emprendíamos la ruta hacia San Cayetano y luego a Boca del Cielo.

Preferían las noches de luna llena o en cuarto creciente, principalmente los días 7 u 8 del mes, porque las cábalas de los buenos pescadores indican que son los mejores. De ahí que no era extraño que cuando ocasionalmente disponían de una lancha de motor que aportaba Pepe Canales, se embarcaban a media noche hacia mar abierto y yo me quedaba al cuidado de algunas de las mujeres de los primeros habitantes del lugar, y desde la playa, con un pequeño anzuelo atado a la línea de una botella, incursionaba a mi modo, en el estero todavía ignoto, hasta altas horas de la madrugada, rodeado invariablemente de centenares de grises, enormes y hambrientos cangrejos, que al advertir cualquier movimiento, huían hacia todos los rincones de la playa para ocultarse y volver a salir al poco tiempo.

Me acostumbré también desde entonces a contemplar el firmamento, reclinado sobre la siempre tibia arena de Boca del Cielo, lejos de la luminiscencia de la perenne fogata que en aquellos años, sin luz eléctrica, era el faro guía de los pescadores noctámbulos.

Hasta hoy, cuando las luces de las casas se extinguen, aún es posible casi atrapar las estrellas con las manos y deleitarse con el retumbo de las olas al chocar entre sí, en ese mar bravío que segundos después besa apaciblemente la playa.

Durante varios años fui el escudero-aprendiz de Gilberto.

A su mala racha como algodonero se sumaron las deudas con los bancos. Su vehículo y algunos bienes de casa de mi abuela fueron embargados como garantía. Por ello, casi siempre, desde Tapachula viajamos por horas en un desvencijado autobús de pasajeros hasta Tonalá; a veces en tren hasta la estación de Mojarras y de allí en aventón, montados en alguna carreta tirada por bueyes, con nuestros implementos de pesca y el equipaje en una bolsa, a salvo de eventualidades.

Fui testigo de cómo alguna vez transportó en hombros un pesado saco con ostiones vivos, que luego vació en los extensos manglares del estero, para que se reprodujesen y se preservara la especie.

Excelente nadador, desde la playa no dejaba de inquietarme cuando con desenfado y fuertes brazadas cortaba las olas y desaparecía en un punto lejano del océano, más allá de la reventazón y luego volvía hasta mí, jadeante, pero ufano de desafiar al mar.

Como todos los niños, a pesar de la inestable situación familiar, disfruté de esos paseos a Boca del Cielo, que también ocasionalmente hicimos acompañados de Anita, mi madre, y mis pequeños hermanos Alejandro, Vicky y Toni. Sergio llegaría varios años después.

Supe, por voz de los lugareños, que por esa época Gilberto igualmente acudía con mis hermanas Lourdes, Rocío y Verónica, su otra familia. Siempre me guardé el secreto, porque él me lo pidió para no enfadar a mi madre.

A pesar de nuestro distanciamiento cuando decidí abandonar la carrera de medicina en Tuxtla Gutiérrez para estudiar periodismo en México, al paso de los años volvimos a ser amigos. Muchas veces recordé con nostalgia el tiempo cuando de su mano aprendí a pescar y casi mágicamente me transmitió su amor por el mar.

Pocos días antes de morir, mientras se hallaba postrado en casa, víctima de un infarto cerebral que lo incapacitó físicamente, le comenté que había vuelto a Boca del Cielo.

Comprendía muy bien lo que le expresaban sus interlocutores y lo asimilaba. Intentaba responder el parloteo, pero su dicción era ininteligible y ello le incomodaba sobremanera, por lo que generalmente desde la cama respondía moviendo la cabeza y con algunos balbuceos.

“Sabes –le dije con plena conciencia que en su estado era irrecuperable–, ahora que te repongas iremos a pescar de nuevo, para recordar viejos tiempos, como cuando me enseñaste y yo era apenas un niño”.

Mi padre asintió brevemente e intentó dibujar una sonrisa. Me pidió que me aproximara hasta él. Hizo un gran esfuerzo por abrazarme y acercarme a su rostro. Murmuró algunas palabras en mi oído que no comprendí pero deduje, mientras sus lágrimas rodaban también por mi cara.

A más de 40 años de mi primera visita a Boca del Cielo, de la mano de Gilberto, la isleta de San Marcos se ha convertido en mi sitio predilecto. Y al igual que él hizo conmigo, también he intentado transmitir a Annick y Andrea, mis 2 hijas, esa pasión por el mar y la pesca.

Nos gusta llegar hasta el lugar propiedad de Demetrio Ovando, con quien, a bordo de su lancha salimos a pescar a trole, con curricán, a lo largo del estero, pocas veces a mar abierto, aunque desde la playa también intentamos probar suerte.

En algunos lances hemos llegado a atrapar varias piezas; en otros, ninguna. Pero allí la agradable rutina es comer pescado fresco o mariscos, beber cocos, cervezas bien frías y descansar en una hamaca con un buen libro en las manos, o acostarse en la arena.

En ocasiones me invade la nostalgia y vuelvo a revivir la imagen del antiguo, deshabitado e inaccesible pueblo que Gilberto me enseñó a amar y que hoy, poco a poco se ha convertido en un incipiente destino turístico y que, algún día, dejará de ser un paraíso.

Empero, mantendré este lugar siempre en mi memoria, porque aunque entonces no lo percibí, estoy seguro que como el viejo Santiago de la historia de Hemingway, hace muchos años, con el apoyo de su padre, un niño atrapó allí el pez más grande del mundo.

Boca de Cielo, Chiapas, el paraíso olvidado

Fundado hace más de 60 años por un temerario pescador y su familia, este poblado de la costa chiapaneca, ubicado en el municipio de Tonalá, se perfila como un destino turístico privilegiado, pero que requiere de fuertes inversiones con estudios de impacto ambiental para preservar ese nicho ecológico

Cuando la gigantesca esfera roja comienza a ahogarse bajo la fina línea del horizonte, los tibios rayos que despide le dan a la tarde un reflejo metálico, bruñido, testimonio de la inconmensurable superficie del mar, que se mira imponente desde el poblado de Boca del Cielo. Parvadas de diferentes especies regresan a los manglares y a la nutrida vegetación propia de los esteros de la costa chiapaneca, luego de perseguir durante toda la jornada los cardúmenes necesarios para la supervivencia.

La bocabarra tonalteca, con su playa de fina arena gris, es como un jirón del Edén bíblico. No siempre fue así.

Hace poco más de 60 años, un hombre ya maduro, Dionisio Ramos Domínguez y su esposa Leovigilda Ovando, ya no encontraron acomodo en la villa de Pueblo Nuevo-San Cayetano, porque sus hijos mayores no tenían forma de mantener a sus propias familias, debido a la falta de tierras productivas.

En un principio, la bocabarra estaba a mar abierto, sin el actual atolón de arena que frena el oleaje del Pacífico y propicia el espejo de aguas tranquilas que sirve de antesala a los esteros, los cuales conforman el canal intercostero que se prolonga de manera intermitente hasta Puerto Chiapas, en Tapachula.

Zacatales y terrenos pantanosos eran lo único que había en el área que don Dionisio y su mujer bautizaron sarcásticamente como Rancho Alegre. Al poco tiempo fue seguido por sus hijos mayores.

Dos de ellos, supervivientes de aquella odisea, platican sobre cómo llegaron y fueron transformando el lugar.

Norberto Ramos Ovando, con sus más de 80 años encima, se mece apaciblemente en la hamaca en el corredor de su casa, ubicada en lo que podría considerarse el centro del villorrio.

Con el escaso pelo cano y la piel tostada por los largos años pasados en la lancha pescando bajo los inclementes rayos del Sol, don Norberto recuerda que las manchas de robalos parecían alfombras y no dejaban ver el fondo del estero, tapizado además de lisas, pargos, bagres, ostiones, patas de mula y tiburones. Con sólo salir algunas horas a la mar se regresaba con las lanchas y canoas rebosantes de pescados. Las cuentas se hacían en toneladas diarias.

“De 6 a 7 por jornada. Yo tenía que utilizar de 4 a 5 redes porque había mucho tiburón y las rompían. Pero siempre regresábamos con la lancha llena”, relata con nostalgia el legendario pescador.

Uno de los compradores de ese producto era el tapachulteco Leoncio Loncho Molet, allá por los años 60 y 70, famoso por la riqueza familiar cimentada en el negocio de la mueblería y de bienes raíces, así como por su pasión por los deportes marinos.

Loncho casi quedó en la ruina, pues no supo comercializar el pescado que se llevaba de aquí para Tuxtla Gutiérrez y Tapachula”, recuerda don Norberto mientras se reacomoda en la hamaca.

Al ver que la pesca era abundante, llegó de San Cayetano su hermano, Emiliano, más conocido por el mote de El Diablo. Poco después arribaron los otros 4 con sus familias, luego algunos primos y después varios compadres. Así fue creciendo Rancho Alegre, al que posteriormente bautizaron como La Gloria.

La pesca era generosa, las lanchas hacían hasta 10 incursiones al día. Los viajes a la ciudad de México y a Cuernavaca eran frecuentes para surtir los pedidos de pescados y mariscos. Fue una era de bonanza.

LAS VACAS FLACAS

Boca del Cielo se encuentra aproximadamente a 36 kilómetros de Tonalá, la cabecera municipal, y a 19 de Puerto Arista. La carretera se encuentra en regular estado y atraviesa por bellos paisajes llenos de verdor y potreros por donde vagan algunas vacas.

En temporada de vacaciones, el turismo local y extranjero acapara los pocos espacios de rústico hospedaje con que se cuentan en este lugar. Cuando no hay turistas, la situación se torna crítica para los lugareños, debido a que la pesca ha caído a niveles ínfimos.

De las toneladas de peces que obtenían antaño, los pocos pescadores que persisten en la actividad se tienen que ir a más de 120 kilómetros mar adentro, para al final hacer sus cuentas con cubetas. Por ello, cuando llegan los visitantes, un par de huevos revueltos con algunos camarones llegan a valer 70 pesos, sin contar el café, el refresco o las cervezas.

Al arribar al lugar, uno descubre que el poblado es una larga calle de casi un kilómetro, en donde se acomodan, en ambos lados, las casas de los lugareños, ya sean de cemento y tejas o de otate (carrizos de la zona) y techos de palma. Eso sí, todas con amplios corredores que en la temporada alta se convierte en cervecerías y comederos. Estacionar el automóvil en alguno de los patios vecinales oscila entre 50 y 70 pesos.

Para atravesar el brazo de agua que separa al estero de la playa abierta, a la isla de San Marcos, es necesario contratar alguna de las lanchas atracadas en el pequeño embarcadero. Este transporte lo opera la cooperativa formada por ex pescadores y sus hijos, pero los 3 minutos que dura la travesía son cobrados como si fuera un paseo de una hora.

Los altos precios tienen su explicación, aunque no los justifica. Es temporada baja, la pesca ya no es suficiente. El alcoholismo ha hecho sus estragos en este pequeño poblado. Los nietos y bisnietos de los fundadores prefieren ahora emigrar, muchos a Estados Unidos. La actividad económica es, por tanto, casi nula. La ominosa sombra del narcotráfico también acecha por esta zona.

EN LAS PRIMERAS PLANAS DEL MUNDO

Hace algunos años, Boca del Cielo adquirió momentánea fama internacional. Su nombre no sólo fue inmortalizado por la película Y tu mamá también, dirigida por el cineasta Alfonso Cuarón en el 2001, sino que el lugar fue objeto de una exhaustiva búsqueda policiaca, ya que la Interpol había dado allí con el paradero de uno de los terroristas más buscados del mundo.

Se trataba de Al Thaer Bassam, un ciudadano de origen austriaco, acusado de actos delictivos perpetrados en su país, en la década de los años 90 en Ebergassing, Voezenderf.

El Güero Massan, como se le conoce por la zona, había llegado furtivamente a Boca del Cielo para quedarse. En poco tiempo se integró completamente a la comunidad, adquirió un lugar en la isla de San Marcos, compró una pequeña lancha y en compañía de su esposa, puso un restaurante.

Su arresto a manos de agentes de la PGR provocó el estupor, la molestia e indignación de los pescadores. “Incluso, estuvieron a punto de impedirlo”, relata Demetrio Ovando, propietario de un local vecino al de Bassam, y quien a la postre se convirtió en compadre de este inmigrante, que durante su estadía se dedicó a enseñar a muchos lugareños a construir blocks de concreto para edificar sus casas. Los pescadores recolectaron un sin fin de firmas en apoyo del famoso personaje.

Luego de algunos meses, Bassam fue exhonerado de sus cargos y liberado. Desde entonces permanece en Boca del Cielo, asimilado al entorno como uno más de sus habitantes, pero su presencia es significativa.

El Güero es mi compadre, porque apadriné el bautizo de uno de sus hijos; es un tipo sencillo, servicial, que ama el mar, mantiene un perfil bajo y amplia disposición al trabajo comunitario”, asegura Demetrio Ovando, un bohemio amante del rock en español, magnífico guitarrista y exhippie oriundo de Boca del Cielo, quien en su juventud frecuentó los más populares antros de la ciudad de México y que desde hace más de 20 años retornó “al lugar que me vio nacer”.

A pesar de sus limitaciones, dice orgulloso, “en mi opinión nada se puede comparar con la paz y la tranquilidad que aquí se respira. Se está en comunión con la naturaleza y creo que hasta con Dios”. 

EL GÜERO GIL

Norberto Ramos Ovando y su esposa Juana Ulloa Villanueva (ya finada), tuvieron 16 hijos, entre hombres y mujeres. Una de éstas, María Elena, de más de 65 años de edad, se acerca a la hamaca donde se encuentra su papá y cuenta cómo se formó la barra de arena o atolón que los separa del mar vivo.

“Era muy chica, tendría unos 5 u 8 años, cuando una mañana mi mamá llamó a mi papá y le dijo: Mirá, Beto, el mar se está comiendo la playa. Teníamos miedo de que el oleaje se tragara el ranchito donde vivíamos. Era como si Dios estuviera construyendo. Para protegernos, mi papá fue a traer un cura para que bendijera el mar. Fue así como se formó esa franja, donde ahora están los restaurantes”, rememora María Elena, mujer morena y recia, de porte altivo, de habla fácil y cantarina, a la manera de las costeñas forjadas en el pesado trajín diario.

Por esa época, gracias al ferrocarril, empezaron a llegar algunos comerciantes desde Tonalá para hacer trueques de mercancías por pescado y aguardiente de caña, elaborado en trapiches caseros por su abuelo y su padre. Para entonces, Rancho Alegre ya se llamaba La Gloria, al igual que otra ranchería de este municipio. Uno de aquellos asiduos comerciantes de la legua, a quienes los lugareños de entonces conocían como El Güero Gil, contemplaba la puesta del sol en una tarde cualquiera, cuando el cielo y el mar parecen fundirse en el horizonte, que les comentó a los pescadores con quienes hacía negocios que este lugar “parecía la boca del cielo”.

Así nació la idea de llamarlo en definitiva con el poético nombre de Boca del Cielo y evitar confusiones con la ranchería La Gloria, hoy famosa por la elaboración de sus quesos.

De lo único que se acuerda María Elena Ramos Ulloa es que El Güero Gil se llamaba Gildardo y que se burlaban de él porque lo consideraban un poco loco, “pues se la pasaba escribiendo en papelitos todo lo que le contaban mi papá y los otros pescadores. Decía que hubiera querido ser escritor, pero como le faltaba preparación, esperaba que alguno de sus hijos sí llegara a serlo.

“Y fíjese que creo que sí se le cumplió su sueño. Uno de sus hijos escribió un libro en donde hay una foto de mis padres, misma que Loncho Molet mandó ampliar y me la regaló en un cuadro”, afirma.

María Elena tiene presente el primer vehículo que llegó a la ranchería. Era un Jeep con un remolque al que le llamaban La Chancla. Le siguió un camión que le decían El Jumbo y que tenía unas ruedas de tractor. Por su parte, don Norberto tenía un carretón de caballos en el que llevaba los pescados a Pueblo Nuevo-San Cayetano y a Tonalá.

El viejo pescador recuerda que por aquellos años el camarón y la hueva de lisa los vendían “por sólo 20 pesos” en medidas fijadas por latas, o sea, aquellas donde se envasaban el aceite comestible o la manteca.

Al otro lado de la calle vive su hermano Emiliano. Todos le llaman El Diablo, porque “era muy tremendo”. Disminuido físicamente luego que le amputaron parte de un pie a causa de la diabetes, expresa que desde hace mucho tiempo tiene ganas de escribir sus memorias.

Dice que fue su papá Dionisio quien empezó a cultivar la caña y el maíz, mientras que él y sus hermanos consiguieron las primeras vacas. Poco a poco empezó a cobrar fama la bocabarra y fue “el doctor Francisco Javier Gavito, por aquellos años alcalde de Tonalá, quien empezó a decir que este lugar podría ser turístico”, afirma El Diablo.

Ante el crecimiento de Boca del Cielo, fue el comisariado ejidal de Pueblo Nuevo-San Cayetano el que comenzó a parcelar los terrenos, cuando se hizo necesario trazar el camino para la entrada de los vehículos. Con el apoyo del doctor Gavito se hizo el acceso de terracería, lo cual impulsó más el tránsito.

Pero un poco antes, cuando apenas era una vereda, Emiliano recuerda las gestiones que tuvo que hacer para abrir la primera escuela hace poco más de 26 años, con cierta oposición de los colonos de San Cayetano.

No obstante, con el apoyo del inspector escolar de Tonalá, se logró obtener un maestro y paquetes de libros, pelotas y pizarrones. Después de algunas trabas burocráticas relativas al nombre oficial de la escuela, se logró que se llamara Escuela Primaria Rural Dionisio Ramos Domínguez, en honor a su padre, pues las autoridades educativas querían ponerle el nombre de un maestro que ellos no conocían y luego querían llamarla Las Manzanas.

La respuesta de los pescadores fue que “ese árbol ni lo conocemos aquí y ese maestro hizo su labor en otras partes”. Gracias a la firmeza de don Emiliano fue que al fin aceptaron el nombre del fundador del poblado.

Después, cuenta, “logramos meter la electricidad, luego asfaltaron la carretera y apenas en 1999 abrieron una agencia municipal, de la que fui el primer titular”. Gracias a esto, el turismo se incrementó. Por esos años, en una Semana Santa, llegamos a mover en las lanchas hasta 45 mil visitantes. “Fue así como de 60 lanchas crecimos hasta 115, que son las que hay ahora”, informa.

“Es por eso que en la actualidad se prefiere el turismo que la pesca, pues es menos matado. Ahora sólo hay unos 40 botes de alta mar para esa actividad. Hay que entrar unos 100 o 150 kilómetros mar adentro para agarrar tiburón o pez sierra. Algunas lanchas se han perdido cuando hay norte”, dice con tristeza don Emiliano.

EL FUTURO INCIERTO

María Elena Ramos y su tío Emiliano consideran que el futuro de Boca del Cielo es incierto y están seguros que sólo se va a desarrollar turísticamente cuando gente de fuera llegue a construir hoteles y los servicios colaterales.

También están convencidos de que se necesita un cambio en la mentalidad de los lugareños, pues no todos quieren vender sus terrenos o parte de ellos. Otra desventaja es que aquí, como en muchas poblaciones costeras chiapanecas, no cuentan con papeles oficiales que los reconozcan como propietarios o concesionarios, ya que por inexplicables razones las autoridades federales se niegan a reconocer esos asentamientos. 

“Eso impide el crecimiento –dice don Emiliano–. Hay mucha gente que quiere comprar sus lotecitos para hacer sus cabañas, pero al no haber papeles de por medio, se desaniman”.

Además, los precios se han disparado. Un terreno de 35 por 40 metros vale más de 200 mil pesos, lo cual ahuyenta a los pequeños compradores.

 “Lo más seguro es que sean los gringos quienes vengan a aprovechar todo esto”, sentencia María Elena, un tanto resignada, porque si eso llega a ocurrir, “yo me voy a Tuxtla, donde vive una de mis hijas”.

LAS HISTORIA DE DON PEDRO GALINDO

Pedro Galindo, extiburonero veracruzano, con casi 80 años a cuestas, fallecido hace pocos años, era el más antiguo habitante de la isla de San Marcos –a donde arribó a finales de los 60 en compañía de Jesús García. Rememoraba los orígenes del lugar.

Su fama de hombre bragado era legendaria y la prueba de ello era el ojo que había perdido durante un enfrentamiento a balazos. De manera intermitente colaboró en tareas de seguridad en el gobierno del estado, donde tuvo oportunidad de hacerse de algunos amigos “que regularmente se dejan caer por estos rumbos y pasan algunos fines de semana pescando o acostados en una hamaca”.

Con nostalgia, entrevistado entonces en su bohío edificado con materiales de la región, recordaba la llegada de don Dionisio Nicho Ramos Domínguez, el primer habitante de Boca del Cielo, “quien construyó una pequeña palapa y luego, con su familia, estableció su ranchería a mediados del siglo pasado, en medio de los matorrales, a donde sólo se podía llegar a caballo o en carreta para embarcar el pescado que luego se empacaba hasta la población de Mojarras, el principal centro comercial, comunicado por el ferrocarril” y que hoy casi sólo vive de sus glorias pasadas, porque ni el tren se detiene ahora por esos rumbos.

Amigo de viejos políticos chiapanecos, como Jorge de la Vega, Absalón Castellanos e intelectuales de la talla del desaparecido zoólogo Miguel Álvarez del Toro, con la típica franqueza costeña exponía que decidió instalarse definitivamente en San Marcos, “aguantando todo, porque en esos tiempos aquí no había amigos y cada quien se rascaba con sus propias uñas.

“Desde Cabeza de Toro hacíamos 3 horas de viaje para llegar a este lugar. Eran tiempos difíciles, pero era lindo vivir aquí, e incluso –dice– tuvimos hasta una pista de aterrizaje que construimos el capitán Federico Chong Meda, Juan Román y Jaime Coello, entre otros, que utilizaba regularmente uno de los hijos del ex gobernador de la Vega”, comentaba melancólico, añorando los tiempos idos. Y exponía:

“Hoy, ha cambiado mucho. Algunas zonas cuentan ya con energía eléctrica y telefonía celular; yo, todavía procuro mi electricidad con celdas solares o con un generador de combustible. Pero la modernidad algún día avasallará a Boca del Cielo y todo será distinto. Afortunadamente no estaré aquí para verlo, pero tampoco me hubiese gustado percibir un cambio tan radical”.

Sin embargo, el profesor Gilberto Marín Rizo, entonces cronista emérito de Tonalá, afirmaba que hay un gran potencial para hacer del lugar un destino internacional.

Exponía que “en muchos de mis escritos he señalado que Boca del Cielo puede rivalizar con las mejores playas del país, pero se requieren estudios de impacto ambiental y grandes inversiones para convertirlo en un polo de desarrollo”, decía el cronista ya fallecido, quien a pesar de sus más de 90 años, insistía en que las autoridades de los 3 niveles tienen que interesarse en el proyecto, “ya que de otra forma, seguirá desperdiciándose ese enorme potencial para el ecoturismo”. (Alberto Carbot / Óscar Sumuano)

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