Dos mismos idiomas separados por un continente
|Eduardo Mejía, escritor, periodista, cinéfilo, melómano y pensador.
De la colección errores inadvertidos y otras confidencias.
Dice Arturo Pérez-Reverte que cuando el español (el idioma) adquiere vocablos y modismos de otras tierras donde se habla el mismo idioma no es contaminación, es enriquecimiento; mal haría en opinar lo contrario, porque el idioma original, que no era español sino el latín que hablaban los soldados que ocuparon el territorio de Hispania, contaminado con el habla de los originarios de esas tierras, tiene un alto porcentaje de vocablos, palabras, expresiones que heredaron del árabe, y otros muchos que adquirieron de las tierras americanas que invadieron en el siglo XVI, y que saquearon hasta comienzos del siglo XIX (y hay cantantes, compositores, bailarines, futbolistas que, al fracasar en España, vienen a América, en especial a México, a cambiar oro por espejitos —y como en la Cantata del adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras, se llevan los espejitos creyendo que es oro, pero tampoco dejan oro) (no hablo de los científicos, escritores, pintores, intelectuales, economistas que hicieron de México no un territorio de conquista sino su nuevo país, y en muchos casos, su único país).
Aboga Pérez-Reverte por una actitud más abierta, dejar de ser hispanocentristas; arguye que es el mismo idioma el que se habla en España como en Hispanoamérica. Es de aplaudir esa postura, pero me temo que sólo es políticamente correcta, porque sigue considerando que es su idioma el que se contamina con los americanismos; si lee los periódicos, revistas, redes sociales, y oye los parlamentos en televisión y radio, tiene razón: ¿en qué momento comenzó a considerarse que se escucha bien decir “cumple, peli, prosti, progre, boli”, o acentuar futbol, al modo que proliferan en las revistas del corazón hispanas?
Se equivoca en otra cosa: dice que al contrario de lo que pasa con el portugués, en que no es el mismo el que aparece en los libros portugueses que en los brasileños (omite, no sé si involuntariamente, que el inglés de Inglaterra es muy diferente al del estadounidense, tanto en el hablado como en el literario), los libros escritos en español se entienden en todos lados donde el español es la lengua más común: vaya, ni siquiera entre editoriales lo es, porque no es igual el español en los libros de Alianza Editorial que en los de Anagrama; incluso, ni siquiera en algunas colecciones de una misma editorial, como en Tusquets o en Alfaguara.
Ningún hispanoamericano dice “tía” al mencionar a una mujer de mediana edad con la que se tiene una relación efímera, poco seria, o casual o de paga; nadie en América califica a un hombre fornido como “cachas” (ni en España le dirían “mamado”), ni a un trabajador eficaz como “pilas”; si un libro infantil editado en España contiene una frase como “ya todos los niños fueron cogidos” en vez de seleccionados, puede ser calificado como descripción pederasta en América Latina. O “A este capullo le pegamos la picha en la mano con cola de alto impacto” no se le ve el lado pederasta; o los personajes que leían todas las mañanas los cuadros de boxeo, o su descripción de un hit al left field: “pega un golpe a la izquierda del campo”, se le entiende en Cuba, México, Colombia o Venezuela.
Vicente Leñero reclamó a Jorge Herralde las traducciones de Anagrama, y éste contestó con desdén que no le importaba el público de América hispanoparlante, sin reconocer que sin sus exportaciones no sobreviviría.
Lo malo es que hay muchos en América Latina que cuando son sorprendidos en el mal uso del idioma recurren a la autoridad del Diccionario de la Real Academia Española; cuando Gustavo Madero calificó al perredista Miguel Barbosa de pendejo, se justificó diciendo que se trataba de una expresión coloquial, que es lo que dice el DRAE; en primer lugar una palabra no es una expresión, y coloquial, según la definición del mismo DRAE, es un adjetivo perteneciente al coloquio, y propio de una conversación informal y distendida; el coloquio es una conversación entre dos o más personas, o una discusión que puede seguir a una disertación sobre las cuestiones tratadas en ella (cuestión es, en primer lugar, una pregunta que se hace con intención dialéctica para averiguar la verdad de algo; claro, en la segunda acepción es una gresca o riña; en el caso de Madero contra Barbosa no era riña, era bravata).
Si los asesores de Madero, que no creo que haya sido él, hubieran consultado el Diccionario del Español de México reconocerían que el adjetivo es, en México, una grosería; y en el más manual Pequeño Larousse, ya más permisivo que en los cincuenta cuando pendejo sólo era un pelo del pubis, es un “pendón, una persona de vida irregular y desordenada” (que no es Barbosa, cuadrado y previsible), y en su segunda acepción, un cobarde o tonto; de ninguna manera, en la más reciente de las ediciones, se dice que sea coloquial.
Ahora que si sus asesores (o, en un caso extremo, el mismo Madero) leyeran novelas mexicanas, se darían cuenta que es un insulto, aunque sea una expresión informar y familiar.
Claro, si los españoles leyeran libros mexicanos se darían cuenta que no entenderían mucho, pues hablamos un idioma diferente; no sólo con los mexicanos; en las novelas de Mario Vargas Llosa leemos que los personajes elegantes usan “terno” (traje de tres piezas, incluido chaleco); los peruanos y los españoles, al leer una novela mexicana se sorprenderían que sirven té o café en un terno, que para nosotros es el juego de taza y platito.
En Tres tristes tigres Cabrera Infante tiene una sección con los escritores prohibidos en algunos países; muchos se asombrarán al ver que poetisas tan finas como Concha Espino o Concha Urquiza estarían vetadas en Argentina y Chile, como en México es innombrable Giovanni Verga, ese notable seguidor del verismo.
Bueno, el propio Pérez-Reverte olvida que uno de sus libros, La sombra del águila, debió tener una versión mexicana porque la española sólo la entenderían en España.
Tomado de errataspuntocom.blogspot.mx
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